S A N T I N O B E R N A C C H I pour EL MURAL
L A B A S T I L L A
He vivido más de diez años con Carmen, aquí, en esta misma ciudad del amor y de la muerte. Nos conocimos en una manifestación, en plena Plaza de la Bastilla. Corría el año 68’ y las calles de París estaban tomadas por los estudiantes. Yo estudiaba derecho, ella filosofía. Ambos en la Sorbona. Yo cuadrado, ella abierta de mente. Yo diligente, ella soñadora. A aquella concentración fui más que nada obligado por Jacques, mi mejor amigo en aquel entonces, quien me rogó que fuera. Argumentaba que haría bien, no solo a la causa del cambio y libertad estudiantil, sino también a mi mismo. Por aquel entonces me encontraba totalmente aislado, metido de lleno en los estudios, y era rara la noche en la que salía de mi pequeño apartamento del Barrio Latino. En cambio, Jacques, con quien compartía piso, no había noche que no estuviera fuera. Eso me gustaba, pues me dejaba tiempo a solas para poder leer, revisar y aislarme aún más en la abrumadora y monótona tarea de mis estudios. Era mi vía de escape.
Nunca supe por qué ella fue allí, pero lo intuí al instante. Apenas al verla, liderando la columna y con el puño en alto, supe que aquella mujer era especial. Tenía un aura extraña, atrapante. Aquella mañana salimos alrededor de las diez, Jacques arrastrándome del brazo. Hacía un día estupendo. Azul y soleado, ni una nube en el cielo. Por fin, París sin lluvia. Lastima que no disfruté tanto aquel aire, ese viento refrescante que corría por el Jardín des Plantes de París. Hice todo el recorrido cabizbajo. Que bobo. Llegamos a la plaza de la República, desde allí marcharíamos a la Bastilla. Las calles eran un mar repleto de gente. Miles y miles de cabezas podían verse avanzando, al ritmo lento y a veces monótono de la manifestación. Puños en alto, megáfonos, banderas y alguna que otra pancarta decoraban el paisaje. Muchos gritos, pocas canas. Era la juventud alzándose contra el sistema, rebelándose contra el status quo.
Fue allí cuando la vi. Jacques desvió la mirada de mi un segundo y yo miré hacia el monumento. Estaba allí, intrépida, colgada del hierro de la gran estatua, megáfono en mano, arengando a la multitud en francés crispado, de un marcado acento español. Ella también me miró. Estábamos los dos, a metros uno del otro, pero ya íntimamente unidos. En esa mirada nos conocimos ¿Qué simbólico no? Pues la Bastilla, yo aún no lo sabía, sería también el comienzo de mi desastre, una hermosa revolución de sentimientos que terminó de la peor manera. Ninguno de sus rasgos me llamó la atención en particular, excepto su cabello. Rizado, castaño tirando a rubio me hipnotizaba. Era su rasgo distintivo, y no podía dejar de mirarlo. Recuerdo que más adelante, cuando constituimos nuestro concubinato, como de repente, en el momento menos pensado, yo tocaba su cabello. Buscaba acariciar una parte de ella, su parte más auténtica. Las primeras veces me miraba con extrañeza, luego ya se acostumbró, y comenzó a tocarme ella a mi el cabello, acariciando mis facciones.
Aquel cabello pastoso, George, del que aún quedan vestigios. Que benevolente, Carmen, para amar un cabello con tan poca gracia. Amar, qué palabra. Una vez que bajó de la base de aquel monumento, llena de banderas y pintadas, me acerqué a hablarle. Fui sin pensarlo, apremiado por la necesidad de conocerla. Las mejores cosas nacen así, sin pensarlas demasiado.
– Hola, soy George– le dije, tembloroso. Se llamaba Carmen, española, de madre francesa. Había vivido toda su vida en Zaragoza. Hija única, socialista, con ganas de cambiar el mundo. Yo, católico practicante y tímidamente conservador, quedé en jaque. Me gustaba aquel oxímoron. “Dualidad necesaria” me dije. A la media hora, la cosa empezó a ponerse fea. Llegó la policía con sus unidades especiales. Numerosos camiones blindados con efectivos comenzaron a rodear las calles. Comenzaron los disturbios. La paz estaba quebrada.
Al primer estruendo, ella desvió su mirada de la mía. Miró hacia un costado. La policía había comenzado a disparar. Balas de goma, espero. Fuego. No volví a ver a Jacques hasta semanas después, en la cama de un hospital. Que inconsciente, descuidar así a mi amigo, al que debo tanto. “Ya nos conocemos lo suficiente” me dije. Tomé a Carmen de la mano dispuesto a irme de allí con ella. No quería correr peligro, y aquello se estaba poniendo feo. Se resistió, tenaz. Al final cedió, obnubilada por aquel chico tímido y desgarbado pero pintón que apenas había conocido. “También tienes buen corazón”. Según me dijo años más tarde, aquel fatídico día del adiós, aquella fue la primera vez y única que se escapó de una manifestación. La vez que yo la obligue a hacerlo.
Si algo recuerdo de aquel día en que la conocí, es que estuvo completamente soleado de principio a fin. Y la luna, por supuesto, llena. Anocheció. Fuimos a comer a un restaurante asiático, a dos cuadras del Panteón. Si mal no recuerdo, el mozo nos echó malhumorado del lugar. Debían haber cerrado hace más de media hora, si no por nosotros. ¿Qué increíble, no? La relatividad del tiempo. Con ella era todo veloz, todo instantáneo, todo ahora y de corta duración, aunque durara horas eternas. Aún recuerdo el maldito sabor de la comida. Aún sigo yendo a aquel lugar, con compañeros de trabajo y eso. Al dejarla en su casa esa noche, en ese momento una pequeña pensión del Barrio Latino, me estampó la cara con un beso. El beso más noble que jamás me han dado. Caí en ese preciso instante, y hasta hoy no he podido salir del pozo.
Ahora estoy aquí, parado en una esquina, observando la misma plaza donde la conocí hace ya más de diez años. Ya no hay estudiantes ni obreros manifestandose, bloqueando las calles. Hoy, los autos y autobuses recorren la rotonda a toda velocidad, llevándose por delante todo lo que se cruza en su camino. Reina un aire de desinterés, de individualidad, de cada uno en sus cosas y nadie se interesa por el otro. Hay viento. Demasiado. Las nubes cubren el cielo sobre la ciudad, un día más de los trescientos días por año cuando París se tiñe de distintos tonos grisáceos. Diez años ya, qué barbaridad. Sigo caminando, pues debo llegar a tiempo.